lunes, 21 de febrero de 2011

Yesca

Dos ojos diminutos, se acercan
y soy una punta de flecha.

Una caricia que aún no sabe su porvenir.

Bajo los álamos, tu diagonal
que no llega a galopar.

Me sé así de cerca, por primera vez
en tu mirada de yegua gigante.

Una melena rojiza, que recuerda
a la mujer.

Amiga, aquí con vos
me animo a ser uno mejor.


La Posta, Plottier, febrero de 2010

miércoles, 19 de noviembre de 2008

viernes, 24 de octubre de 2008

sábado, 20 de septiembre de 2008

Dejar un eco
dormido
en el pasto que oscurece

domingo, 14 de septiembre de 2008

jueves, 11 de septiembre de 2008

Sueño de siesta




Un tren de pasajeros, poco iluminado.
Una mujer de ojos claros, sentada, con cara de confundida.
Me siento junto a ella del lado de la ventanilla.
Suenan las ruedas del vagón sobre un paisaje oscuro de casas que se apagan.
Como si yo fuese un cartel, ella lee de reojo en mi remera unas palabras.

Pregunta por estaciones que jamás yo había oído nombrar.
No sabe si está en el tren correcto, si este la lleva a donde va.
No sé qué decirle.
La miro. Rejuvenece.

Tiene veinte o veintidós años.
Labios pequeños, pelo seco, colorado.
Pero su cuerpo robusto parece el de alguien todavía mayor
Un largo pullover de lana gruesa le cubre todo el cuerpo.
Hay algo en ella de muñeca con ojos de vidrio, desviados.
La piel muy blanca, me dice que es vampiro.

Desde el asiento de atrás, con voz de viejo, alguien le contesta.
Luego se acerca otro hombre por el pasillo, grandote.
Su piel es transparente por momentos.
Percibo que en el tren la mayoría son vampiros.

Salgo de una estación, olor a madera, sigue siendo de noche.
Cruza las vías un camino de tierra.
Poca luz, se oyen voces, pasan autos lejanos.
Me acerco a un edificio, que es un hotel.

En su jardín de entrada hay unas veinte personas reunidas.
Gente humilde, nada solemne.
Apoyo mi bolso en el pasto.
Unas velas encendidas arrojan luces cambiantes
Parece una guirnalda navideña alrededor de algo, ¿qué?.
Me entero: es un entierro.

Las mujeres y hombres que están a mi alrededor dan unos pasos
Hacia las flores más cercanas del jardín.
Arrancan unas.
Yo los imito.
Mi mano se aferra a un tallo grueso.
Una inmensa margarita blanca.
La arranco y la dejo caer sobre la tierra abultada
En donde yace el desconocido.

Un viejito a mi lado murmura algo simpático.
Incomprensible.
Frase larga y musical, que va y viene por agudos y graves, como si hablara un dibujo animado.
Pero todos alcanzamos a entender "Cuando te llega la muerte..."
Y asentimos.
El viejo queda satisfecho de sus palabras y ya no dice más.

Miro hacia el interior del hotel, llegan luces amables.
Y un aroma de comida exquisito.
Saludo a la comitiva que agradece con sonrisas fúnebres mi visita.
Agarro mi bolso y subo una escalera, hacia el hotel.

Un tipo de traje se acerca, abre la puerta.
Me saluda como si me conociera.
Lo reconozco, ¿pero de dónde?
Miguel, vendía café en la oficina en donde trabajé hace muchos años.
Parece más joven hoy que entonces.

Su presencia le da un halo de inesperado bienestar al anticuado hall del hotel.
Los muebles del lugar, los sillones, lámparas, mesadas y alfombras también me son familiares.

El lugar se va haciendo cada vez más grande, se expande.
"Despliega un lujo contenido", me escucho pensar.

Hay una fiesta, dice Miguel mientras toma mi bolso.
Una música funcional alegre y unas risas se encienden.
Miguel me conduce hacia un pequeño ascensor estacionado.
Una mesita y un florero aguardan en su interior.
Miguel deja mi bolso, con movimientos delicados
Y se despide con un guiño de ojos
El hotel vuelve a parecerme un lugar desconocido.

No muy lejos otra puerta, la abro, me asomo:
Un restorán.
Perfumes de muchas comidas se combinan.
Decenas de familias comen y beben, divertidas.
Unas chicas, de pronto se hacen niñas, y saludan.
Cruzo rápido el comedor, no quiero verlas.

Al pasar junto a una mesa con frutas me detengo
Corto una porción de melón con ansiedad.
Muerdo y al hacerlo mis ojos también se humedecen.
Y los oídos se embotan
Como en el fondo del mar

Por primera vez, desde que salí de casa
Siento el cansancio del viaje

Ovni



"era un ovni, lo dejaron estático en el cielo
tenía la fijeza
la apariencia inofensiva
de un deseo insatisfecho"

De "ovni", poema de Claudia Prado

martes, 9 de septiembre de 2008

lunes, 8 de septiembre de 2008

los Budas

"Es fácil entrar en el mundo de los Budas, pero es dificil salir del mundo de los demonios", escribió Yasunari Kawabata, poco antes de suicidarse.

No sé porque tipeo esto, en esta felíz noche de insomnio.

miércoles, 28 de mayo de 2008



Llueve en Montevideo. Por una calle arbolada, camino mirando las baldosas mojadas. Las zapatillas avanzan tranquilas por hileras marrones, por formas de L amarillentas, por tableros morados, grises, color durazno. Pisan baldosas a rayas, cuadriculadas, pisan diagonales. Algunas baldosas de diseños sofisticados, hacen que me detenga. Las observo. Huellas de un tiempo no lejano en donde las veredas podían ser obras de arte.

Baldosas hundidas, quebradas, vueltas sobre sí mismas; también hay baldosas parches, que reemplazan a otras. Se arman trazados caprichosos en una misma vereda. Como un tetris o un puzzle de puzzles pisoteados.

Las suelas de los caminantes, yendo y viniendo a lo largo de los años, fueron tiznando los bordes de estas regiones de baldosas desiguales, opacaron las superficies, apagaron los colores, disolvieron los contrastes. Las tramas, cocidas entre sí, lograron una suerte de piel frankensteiniana.

Adquiere unidad, lo desgastado. Tiende a perder su diferencia. Le pasa a las esculturas sometidas a tormentas y años. Llega el musgo y los rasgos pierden su filo, la mano del autor cede el cincel, cede su estilo. Hay, quizás, una patria de lo muy usado, de lo muy vivido. Cuando se comparte un peso, una misma historia encima, como en el caso de estas baldosas, la semejanza se vuelve inevitable.
Hasta las hojas secas que hoy caen quieren fundirse en este tapiz de otoño.

Hace frío. Entro en un Snack Bar, lugar desierto. Si la puerta no estuviera abierta se podría jurar que el local fue abandonado hace veinte o treinta años. Elijo una de las cuatro mesas, junto a un ventanal. Sentado detrás del mostrador, un hombre con gorra de lana y gruesos anteojos de aumento, silba. Mi presencia no altera ese concierto privado. Por los vidrios empañados, el techo y las paredes manchadas, su melodía rebota, vibra: cuadrafónica versión de Caminito, apenas contaminada por el audio de un pequeño televisor.

Disparos, el ruido de una camioneta que vuelca, se me antoja anotar en el cuaderno de bolsillo, una lista de sonidos que va soltando esta parada. Llega un fondo de cuerdas, la trilladísima música de fosa de un filme de acción de los 80, que enfatiza las acrobacias de un Chuck Norris joven en el televisor. Las voces retro del doblaje completan la banda sonora, perfecta para un desayuno fuera del siglo 21. Esto es justo lo que quería, cuando caminaba bajo la lluvia buscando refugio, hace un rato.

El mozo no aparece. A mi lado, un gran mostrador de cristal y madera. Solo exhibe un fino polvillo. Un metro más allá, el cartel colgante de Chiclets Adams sugiere que alguna vez la publicidad apostó a la clientela de este bar. Quince o veinte cajas de Whisky vacías, descoloridas por la luz del sol, se apilan en otro escaparate. Something Special, White Horse, Ye Monks, Sandy MacDonald. Hay cajas tan borradas que ya no se puede leer nada en la etiqueta.

Llega el hombre, pido un café con leche, y algún bocado. Retruca un capuchino, y me dice que para comer no tiene nada. Señala en la ventana a “La Sirena”, una panadería que está enfrente. Cruzo, pido tres medialunas. Saco un Pedro Figari, pago y recibo el vuelto. Cuando regreso a la mesa, sobre la fórmica ya está mi capuchino.
Un sorbo y me siento completo.