miércoles, 28 de mayo de 2008



Llueve en Montevideo. Por una calle arbolada, camino mirando las baldosas mojadas. Las zapatillas avanzan tranquilas por hileras marrones, por formas de L amarillentas, por tableros morados, grises, color durazno. Pisan baldosas a rayas, cuadriculadas, pisan diagonales. Algunas baldosas de diseños sofisticados, hacen que me detenga. Las observo. Huellas de un tiempo no lejano en donde las veredas podían ser obras de arte.

Baldosas hundidas, quebradas, vueltas sobre sí mismas; también hay baldosas parches, que reemplazan a otras. Se arman trazados caprichosos en una misma vereda. Como un tetris o un puzzle de puzzles pisoteados.

Las suelas de los caminantes, yendo y viniendo a lo largo de los años, fueron tiznando los bordes de estas regiones de baldosas desiguales, opacaron las superficies, apagaron los colores, disolvieron los contrastes. Las tramas, cocidas entre sí, lograron una suerte de piel frankensteiniana.

Adquiere unidad, lo desgastado. Tiende a perder su diferencia. Le pasa a las esculturas sometidas a tormentas y años. Llega el musgo y los rasgos pierden su filo, la mano del autor cede el cincel, cede su estilo. Hay, quizás, una patria de lo muy usado, de lo muy vivido. Cuando se comparte un peso, una misma historia encima, como en el caso de estas baldosas, la semejanza se vuelve inevitable.
Hasta las hojas secas que hoy caen quieren fundirse en este tapiz de otoño.

Hace frío. Entro en un Snack Bar, lugar desierto. Si la puerta no estuviera abierta se podría jurar que el local fue abandonado hace veinte o treinta años. Elijo una de las cuatro mesas, junto a un ventanal. Sentado detrás del mostrador, un hombre con gorra de lana y gruesos anteojos de aumento, silba. Mi presencia no altera ese concierto privado. Por los vidrios empañados, el techo y las paredes manchadas, su melodía rebota, vibra: cuadrafónica versión de Caminito, apenas contaminada por el audio de un pequeño televisor.

Disparos, el ruido de una camioneta que vuelca, se me antoja anotar en el cuaderno de bolsillo, una lista de sonidos que va soltando esta parada. Llega un fondo de cuerdas, la trilladísima música de fosa de un filme de acción de los 80, que enfatiza las acrobacias de un Chuck Norris joven en el televisor. Las voces retro del doblaje completan la banda sonora, perfecta para un desayuno fuera del siglo 21. Esto es justo lo que quería, cuando caminaba bajo la lluvia buscando refugio, hace un rato.

El mozo no aparece. A mi lado, un gran mostrador de cristal y madera. Solo exhibe un fino polvillo. Un metro más allá, el cartel colgante de Chiclets Adams sugiere que alguna vez la publicidad apostó a la clientela de este bar. Quince o veinte cajas de Whisky vacías, descoloridas por la luz del sol, se apilan en otro escaparate. Something Special, White Horse, Ye Monks, Sandy MacDonald. Hay cajas tan borradas que ya no se puede leer nada en la etiqueta.

Llega el hombre, pido un café con leche, y algún bocado. Retruca un capuchino, y me dice que para comer no tiene nada. Señala en la ventana a “La Sirena”, una panadería que está enfrente. Cruzo, pido tres medialunas. Saco un Pedro Figari, pago y recibo el vuelto. Cuando regreso a la mesa, sobre la fórmica ya está mi capuchino.
Un sorbo y me siento completo.

jueves, 22 de mayo de 2008