lunes, 25 de febrero de 2008


Salgo del cementerio con ganas de vivir. Es un domingo soleado, aunque fresco, como para usar bufanda. Otro día del padre. Por la tarde. No me siento triste.
Encuentro una heladería de esas que abren en otoño. Pido un vaso mediano de dulce de leche y granizado blanco. Cruzo la calle y me detengo en una esquina. Frena un automovil azul, con el costado abollado. El conductor es un hombre de unos cuarenta años, lleva sobre su falda papel de regalo, escocés, arrugado. En el asiento de atrás se abrazan sus pasajeros: ella tendrá siete años, él es un Cocker Spaniels. Me acerco a la ventanilla y sin saber porqué hago una morisqueta. La nena me mira, seria. Saca un papel. Empieza a leer, a dictarme un poema, que escribió para su papá. Tengo que cerrar los ojos para tapar otros ruidos, y entender esas palabras. Apretar el corazón, al fin empiezo a oír. Es un lindo poema y cuando está por llegar al final, un semáforo verde se la lleva para siempre.